Del 21 Ene 2019 al 21 Ene 2019
Fuente de vida, riqueza y hogar ancestral de cientos de comunidades, la Amazonia es mucho más que el “pulmón del planeta”. Con una extensión de seis millones de kilómetros cuadrados, constituye la mayor selva tropical del mundo y abarca territorios en nueve países diferentes. Pero la sostenibilidad de la selva amazónica y la vida que alberga se ve amenazada por una deforestación rampante: la Amazonia ha perdido cerca de un millón de kilómetros cuadrados de masa forestal, lo que equivale a una quinta parte de su superficie.
El motor que impulsa la deforestación en la Amazonia es la explotación de su inmensa riqueza. Encabezando la desaparición de masa forestal encontramos la conversión del terreno en plantaciones agrícolas o en zonas de pastoreo, la construcción de carreteras, la extracción maderera, las actividades mineras o la especulación agraria, todas ellas, en muchas ocasiones, realizadas de manera ilegal o, cuando menos, irregular. Desde los años 90, los protagonistas de la deforestación han sido la expansión de terrenos para la cría de ganado y para plantaciones de soja y aceite de palma.
El peso de la ganadería como aliciente para la eliminación de selva es particularmente importante en Brasil. Se calcula que el 80% de la deforestación en la Amazonia brasileña ha tenido como objetivo la expansión de pasturas, hecho que responde tanto a patrones internos como externos: a pesar de que tan solo una cuarta parte de la producción de carne de res se destina al mercado internacional, Brasil es, junto a Estados Unidos, el principal exportador de carne del mundo.
Vinculado a la industria de productos animales encontramos el segundo factor que está alimentando la desaparición de la Amazonia: la soja. El boom del consumo de carne y de productos derivados de animales en Europa, Estados Unidos y China ha convertido esta selva tropical, particularmente la zona brasileña, en la plantación de soja de los países desarrollados. Así, la soja se ha convertido en la principal exportación de Brasil, cuyo principal empleo es como pienso animal. China se ha convertido en el mayor mercado de la soja latinoamericana —así como de carne de res y cuero—, seguida de Europa: más de la mitad de los 46,8 millones de toneladas de soja y derivados importados por Europa en 2016 procedían de América Latina, especialmente de Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia.
La explotación económica del Amazonas está, además, salpicada de irregularidades. Los madereros de Brasil disponen de un sistema para sortear la ley y conseguir que la madera talada ilegalmente llegue a los mercados internacionales, y en Perú el número de canteras ilegales ha aumentado más de un 400% en las dos últimas décadas. La implementación de la ley —cuando la hay— se ve obstaculizada por la enorme extensión de la selva, las limitadas capacidades de control, la debilidad de las instituciones medioambientales, el poder de las mafias locales y la corrupción política.
Para ampliar: “For illegal loggers in the Brazilian Amazon, ‘there is no fear of being punished’”, Sam Eaton en PRI, 2018
Contra la vida y el medio ambiente
El valor de la selva amazónica como ecosistema y como barrera ante el cambio climático es inconmensurable. Hogar de millones de especies animales y de plantas, se calcula que en la Amazonia habitan una de cada diez especies conocidas. Desgraciadamente, la tala y quema indiscriminada de árboles amenaza la que es la biorreserva más grande y variada de la Tierra. El peligroso cóctel que supone la combinación del cambio climático con la tala y los incendios provocados podría suponer que el Amazonas esté al borde de alcanzar su punto de inflexión —un calentamiento de 4 ºC o una deforestación del 40%—. Sobrepasar esta frontera acarrearía cambios irreversibles en el ecosistema más rico del planeta, principalmente un proceso de sabanización a gran escala. Hasta el momento, el Amazonas ha experimentado una deforestación del 20% de su superficie —casi un millón de kilómetros cuadrados— y un calentamiento de 1 ºC en los últimos 60 años.
Los cambios en el clima regional derivados de la praderización de la selva amazónica reducirían las precipitaciones y aumentarían la temperatura. A su vez, estaciones secas más prolongadas e intensas —en 2005, 2010 y 2015 la Amazonia brasileña sufrió las sequías más intensas del siglo, consecuencia tanto del cambio climático mundial como de la deforestación regional— podrían conllevar no solo una mayor vulnerabilidad ante los incendios y las sequías, sino una mayor tasa de mortalidad entre determinadas especies, cambios en la bioma y perdida de hábitat —todos estos, factores estrechamente vinculados—.
La biodiversidad está siendo la primera víctima de la desaparición de masa forestal; ya ha provocado la pérdida y simplificación de especies. A largo plazo, el problema no es tanto la desaparición directa de flora y fauna, sino el lento proceso de extinción por la desaparición de su hábitat y la masificación de animales en parcelas cada vez más pequeñas, lo que reduce su tasa de reproducción e intensifica la lucha por los alimentos. Se trata de una condena a la desaparición gradual. La “deuda de extinción” de la selva amazónica es enorme; aún está por llegar entre un 80 y un 90% de la extinción de vertebrados por la deforestación en el pasado. Por otro lado, al ritmo actual, más de la mitad de las especies de árboles de la Amazonia podría acabar en peligro de extinción en los próximos años.
La otra cara de la deforestación es la destrucción de uno de los mayores sumideros de carbono del planeta. La selva amazónica absorbe dióxido de carbono de la atmósfera y lo almacena; actualmente acumula entre 150.000 y 200.000 millones de toneladas de carbono, que podrían ser liberadas de vuelta a la atmósfera debido a la tala y quema de árboles. De hecho, se teme que la selva amazónica —que podría haber alcanzado su límite de absorción de CO2— se transforme de sumidero a emisor de carbono. La tala y quema de árboles podría ser responsable de hasta un 10% de las emisiones que contribuyen al calentamiento global; tan solo en el último septiembre se alcanzó la cifra récord de 106.000 incendios.
Las comunidades indígenas en el frente de batalla
Las comunidades indígenas amazónicas constituyen otro frente perjudicado por la desaparición de la selva y las actividades económicas que se ensañan extrayendo su riqueza. En la Amazonia habitan alrededor de 400 tribus indígenas; la Amazonia brasileña, en particular, concentra el mayor número de tribus no contactadas del planeta: unas 70 de las aproximadamente 100 que existen podrían habitar la región.
La explotación de la Amazonia supone un envite al bienestar de las poblaciones indígenas, cuyo medio de vida depende de su entorno natural. La expansión agrícola, la ocupación de tierras, las actividades de minería o la construcción de carreras, gasoductos, plataformas de extracción petrolera y centrales hidroeléctricas son actividades que les afectan directamente. Dependientes de actividades recolectoras, caza y pesca para su subsistencia, la degradación o destrucción de la selva les ha supuesto la pérdida de la soberanía alimentaria y graves problemas de malnutrición, así como empobrecimiento y problemas de alcoholismo. Las construcciones y llegadas de colonos conllevan desplazamientos forzosos, muertes por contracción de enfermedades ante las que los indígenas carecen de defensas inmunológicas y una variedad de desastres medioambientales: contaminación de las aguas por vertidos de petróleo, modificación de los cauces fluviales, pérdida de caudal o disminución de poblaciones animales. Algunos de los proyectos más controvertidos han sido el de la presa de Belo Monte, en Brasil; el megaproyecto de gas de Camisea, en Perú, o las represas Bala-Chepete, en Bolivia.
A lo largo de los años, ha habido numerosos enfrentamientos directos entre comunidades indígenas y las fuerzas de seguridad estatales o entre indígenas y nuevos colonos o extractivistas ilegales. En muchas ocasiones, el desalojo forzoso para la instalación de actividades extractivas conlleva una fuerte militarización de zonas habitadas por indígenas. El conflicto entre el pueblo shuar y el Gobierno ecuatoriano es un ejemplo de la violencia que pueden acarrear estos proyectos: conllevó una breve ocupación del campamento minero por los indígenas, el despliegue del ejército y fuerzas de la policía, declaración del estado de excepción, el secuestro de dos militares y la detención de un líder shuar, entre otros incidentes. En muchos casos, como el del proyecto Camisea, se viola los límites de las reservas naturales indígenas y se hacen concesiones a empresas sin previa consulta a las comunidades.
Para ampliar: “El IBEX 35 en guerra contra la vida”, Ecologistas en Acción, 2018
No son pocos los ejemplos de comunidades indígenas que se han movilizado en defensa de la Amazonia. Se han implicado en la lucha contra la tala ilegal, han logrado la paralización de proyectos de gran perjuicio socioeconómico e incluso consiguieron un fallo favorable de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Uno de los mayores éxitos ha sido la firma del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, también conocido como Acuerdo de Escazú. Adoptado en marzo de 2018, este acuerdo pionero promueve la protección de personas y organizaciones defensoras de los derechos humanos en asuntos medioambientales. El acuerdo reconoce el derecho a vivir en un medio ambiente sano, promueve la participación pública en políticas medioambientales y hace mención concreta de la vulnerabilidad de los pueblos indígenas.
Por desgracia, el activismo medioambiental en América Latina no está libre de violencia. El número de asesinatos de defensores medioambientales no ha hecho más que aumentar en los últimos años: con 207 muertos, 2017 ha sido el año más catastrófico para los activistas medioambientales hasta la fecha. Brasil tiene el dudoso honor de encabezar la clasificación con un total de 57 asesinatos —el 80% de ellos vinculados con la defensa del Amazonas—, seguido de Colombia —24— y México —15—. A pesar de conformar tan solo el 5% de la población mundial, en 2017 un cuarto de los activistas asesinados fueron indígenas; un año antes, la cifra fue del 40%. Otras formas de violencia que sufren los activistas medioambientales son amenazas de muerte personales y contra sus familiares, violencia sexual, vigilancia ilegal, chantaje, campañas de desprestigio y criminalización.
Para ampliar: “At what cost? Irresponsible business and the murder of land and environmental defenders in 2017”, Global Witness, 2018
Retrocesos y sombras sobre el futuro
A pesar de los avances en los últimos años, el progreso está lejos de estar asegurado. La prueba más evidente es el aumento de la deforestación en países como Brasil, Colombia y Ecuador. El futuro luce todavía más lóbrego si se tiene en cuenta la reciente elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil, el pujante mercado de carne y soja en China y el aumento de la demanda mundial de biocombustibles, ya que el cultivo de aceite de palma y soja para su producción está provocando una deforestación mayor en Bolivia, Colombia y Perú.
En Colombia la tasa de deforestación se ha disparado desde el acuerdo de paz; entre 2016 y 2017 se ha duplicado, lo que lo convierte en el país con la mayor pérdida de masa forestal en 2017. La desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tras el acuerdo de paz supuso el fin de su control sobre gran parte de la Amazonia colombiana, donde ahora el vacío de poder ha propiciado la ocupación de tierras, la tala ilegal de árboles, la cría de ganado, el cultivo de coca y la extracción de minerales y madera. Además, el acceso a áreas antes controladas por el grupo rebelde ha permitido que el Gobierno promueva la construcción de nuevas carreteras e infraestructuras.
En Perú, el país con la segunda mayor extensión de selva amazónica después de Brasil, el ritmo de deforestación también ha estado aumentando en los últimos años, con un decrecimiento puntual del 13% en 2017. Regiones como las de Madre de Dios y Ucayali han sufrido los efectos de la creciente minería de oro, la extensión ganadera y el cultivo de la palma aceitera.
Pero es en Brasil —país clave para la gestión de la selva, pues concentra el 60% de su extensión— donde los últimos datos generan más desazón. Tras alcanzar en 2004 un pico de 27.700 kilómetros cuadrados deforestados —un territorio del tamaño de Haití—, la ratio de deforestación decreció un 80% en los años siguientes, hasta alcanzar un mínimo histórico en 2012 con una deforestación de solo 4.571 kilómetros cuadrados. Desgraciadamente, desde entonces ha retomado una tendencia creciente; entre 2015 y 2016 superó los 7.000 kilómetros cuadrados. Con estas cifras, parece poco probable que Brasil sea capaz de cumplir el compromiso adoptado en la Cumbre de Copenhague de reducir el ritmo de deforestación amazónica en un 80% para 2020.
Además, los últimos años han estado protagonizados por un proceso de relajación de las leyes medioambientales y galvanización de los intereses privados, defendidos a ultranza por la bancada ruralista —representante de la agroindustria y mayoría en el Congreso—. Brasil ha sido testigo de una creciente privatización de territorio amazónico, recortes en el presupuesto de instituciones medioambientales, ralentización en el proceso de demarcación de tierras indígenas y la aprobación de una polémica ley que regularizó el estatus de tierras ocupadas ilegalmente, una suerte de amnistía para aquellos que estaban provocando talas e incendios ilegales.
Durante la campaña electoral, Bolsonaro realizó numerosas promesas —más bien amenazas— relacionadas con la política medioambiental. Entre ellas, destacaban la apertura de territorios indígenas con fines de explotación, la construcción de una autopista que atravesaría la Amazonia o la retirada del Acuerdo de París —de la que posteriormente se retractó—. Menos de un mes después de su toma de posesión, ya ha comenzado su ataque contra el medioambiente con la medida de fusionar los ministerios de Agricultura y Medioambiente.
Brotes verdes en el horizonte
A pesar del sombrío panorama que parece presentarse, hay numerosos hitos positivos que deben tenerse en cuenta. El espectacular descenso de la deforestación en Brasil entre los años 2004 y 2012, la expansión de áreas protegidas e iniciativas como la “moratoria de la soja”, que fortalecen el control sobre la cadena de producción, son prueba de que frenar la deforestación es posible. La promoción de una gestión sostenible, una mayor titularidad de la tierra para las comunidades indígenas, la lucha contra la especulación con la tierra o la persecución efectiva de las actividades ilegales son algunas de las muchas medidas que se pueden y deben implementar para frenar la desaparición de la selva amazónica.
El caso de la moratoria constituye un hito histórico. Un informe publicado por Greenpeace en 2006 denunció la implicación de grandes empresas occidentales, como McDonald’s, en la deforestación de la selva amazónica debido a la creciente demanda de soja. El escándalo condujo a un acuerdo entre la sociedad civil, la industria y el Gobierno para frenar la deforestación. La moratoria, firmada en 2006 y renovada indefinidamente en 2014, busca evitar que llegue al mercado soja que haya implicado trabajo esclavo o procedente de territorios indígenas o de terreno deforestado después de la entrada en vigor del acuerdo. Asimismo, en 2009 las tres mayores empresas brasileñas de la industria cárnica firmaron con Greenpeace el Acuerdo G4 o “Deforestación Cero”, por el que se comprometieron a no comprar carne de res que haya sido criada en terrenos recientemente deforestados.
La implantación de ambos acuerdos todavía no es perfecta, pero el balance de los resultados es positivo. A pesar de que el cultivo de soja creció en 3,6 millones de hectáreas en la década siguiente a la moratoria, menos de un 1% tuvo lugar en nuevas zonas deforestadas. Por otro lado, el Gobierno brasileño anunció recientemente que ha sobrepasado la meta acordada en el Acuerdo de París de reducir en 564 millones de toneladas las emisiones de gases de efecto invernadero procedentes de la deforestación amazónica.
Frenar la deforestación resulta crucial tanto para preservar la vida en la Amazonia y los derechos de sus habitantes como para frenar el cambio climático. Se van a requerir un esfuerzo hercúleo y grandes cambios estructurales, pero revertir la tendencia actual es posible.
Fuente: https://elordenmundial.com/la-deforestacion-amazonica/?fbclid=IwAR1G2XdAb4ypwn1kwGoyBMvAQwREhhlqBSPDhCeNDvryIxtXlpJvQFIW5XE